Chocolate Expreso
Por Yolanda Arenales
Llegué a la estación con la hora pegada, como siempre, confiando en que mi reloj estuviera adelantado y que el tren me hiciera la cortesía de llegar cinco minutos tarde. Gracias a ambas cosas, el adelanto de mi reloj y el retraso del tren, pude tomarme un café en el bar. Estaba desierto. El hombre detrás de la barra pasaba la bayeta por el mostrador de acero inoxidable. Lo hacía despacio, mirando con mucha atención su imagen reflejada en el metal, como si en ello le fuera la vida. Llevo casi dos años cogiendo el tren cada viernes en esa misma estación, tomándome un café urgente en ese mismo bar en el que el hombre siempre limpia el mostrador a falta de otra cosa mejor que hacer. A estas alturas podríamos ser amigos o algo parecido, pero no lo somos y a los dos nos satisface esa antipatía que nos une. El es un hombre del norte, acostumbrado a tratar con las vacas y no con las personas. A mí eso me gusta. Que no me pregunte por la familia ni comente el partido del domingo. Que me dé el café como se echa de comer a los animales. No podría soportar otra cosa después de la dura semana en ese trabajo que hago sólo por dinero, igual que él es un camarero sin vocación.
El bar es feísimo. Baldosas blancas brillantes en el suelo, sillas de escay, mesas de plástico y el dichoso acero inoxidable brillando por todas partes. Naturalmente la luz es de tubo fluorescente. Deprimente total. Pero la estación, al otro lado de los cristales, me gusta mucho, porque parece de otro tiempo o de otro mundo. Al lado de la vía empieza el monte, verde y neblinoso, con vacas irreales escapadas de algún cuento de Borges. Sus andares sin rumbo me recuerdan que tú no estarás en Madrid esperándome en esa otra estación que nada tiene que ver con ésta, por mucho que las una un cordón de hierro.
Creo que ya te he dicho esto otras veces. A lo mejor todas mis cartas son iguales, pero tú dices que te gustan y yo necesito creerte. De todos modos, hoy voy a contarte algo especial y único porque en ese viaje me asomé al túnel del tiempo, el mismo por donde pasan todos los trenes.
Mi abuelo me dijo que en las guerras siempre escasea el azúcar y que es bueno acostumbrarse a vivir sin ella porque así está uno preparado para lo peor Así que yo tomo el café amargo y me sabe malísimo, pero me consuelo pensando que ninguna guerra podrá conmigo. Es eso, y no la cafeína lo que me hace adicta al café, incluido el de ese bar reformado de estación. El que me estaba tomando me lo tragué de un golpe porque el tren se acercaba. Salí corriendo sin esperar el cambio. Al hombre no le gustan las propinas, pero si se trata de una emergencia las consiente. Cuando me alejaba oí una especie de gorjeo, un ruido que se le escapa de los lados de la garganta, y supe que era su forma de desearme buen viaje.
Me subí al vagón de un salto y una vez dentro todo estaba bien. Cuando los trenes andan el tiempo se para, aunque los relojes no se den cuenta porque alguien les quitó la conciencia para que fueran exactos. Yo todavía llevaba el frío pegado en la cara, pero allí dentro el aire estaba recalentado. Como el tren iba medio vacío, no me molesté en buscar mi asiento. Me desplomé sobre el primero que vi, deseando dejarme mecer por el traqueteo, envuelta en la tibia pereza de ese no hacer que son los viajes.
Hubiera querido dormirme, pero no tenía sueño, sólo cansancio y esas ganas de llegar con que siempre se nos llenan las maletas. Tenía un libro, claro, y unas estadísticas aburridísimas de la oficina que planeaba leer durante el fin de semana. Pero en ese momento sólo me apetecía mirar a mi alrededor.
Las ventanas estaban cubiertas por una tela de vaho, detrás de la cual el paisaje era borroso, incierto, como sacado del sueño de los viajeros dormidos. Una niña dibujaba flores y corazones con el dedo, y aplastaba la nariz contra el cristal como si quisiera traspasarlo.
Cerca de donde yo estaba iba una pareja de ancianos. Me llamó la atención que los dos tenían el mismo tipo de pelo blanco, como si sus cabezas, vistas desde atrás, fueran intercambiables. Era auténtico, pero parecía una peluca, y ellos los personajes de una obra de teatro. Hablaban alto no sé si porque llevaban los articulares para oír la película o porque estaban un poco sordos. El caso es que no me resultaba difícil seguir su conversación que era más interesante que la de la pantalla. Dos viejos que se gritaban cosas dulces y que se llamaban mutuamente “corazón”, a veces “cora” cuando no tenían tiempo para una sílaba más. Se reían a menudo y por eso me gustaba más oírlos. Pocas cosas son más tiernas que la risa de los viejos. Sus cuerpos eran hermosos, huesos elegantes adivinándose bajo la carne cansada y sí, arrugas en los rostros, pero no fealdad. Pieles orgullosas de sus surcos. Los ojos vivos y cómplices, moviéndose con una agilidad que el resto del cuerpo había perdido. Ojos que además de mirar, seguían viendo, aunque fuera con gafas.
La mujer quiso un café y él fue al vagón restaurante a comprarlo. Mientras el anciano se alejaba con esos andares de dulce borrachera que sólo el tren sabe darnos, ella y yo nos miramos sin disimulo, a punto estuvimos de decir algo, pero nos separaba el estrecho pasillo, y, al fin y al cabo, éramos dos extrañas. Podíamos hablar del tiempo, de adónde íbamos o de dónde veníamos, pero nada de eso nos interesaba. Estábamos bien así, calladas, dejando que los gestos se entendieran. El hombre regresó enseguida, con el vaso de café en la mano. A mi me pareció que estuvimos solas apenas un instante. Ya te digo yo que dentro del tren el tiempo se altera.
El café tenía la media cucharadita de azúcar y el tercio de leche que ella siempre tomaba. Se lo llevó a la boca sin preguntar, de sobra sabía que no hacía falta. En cada pequeño acto y movimiento se adivinaban muchos años de vida juntos, tanto parecían conocerse que quizá a veces no sabían quién era quién. ¿Es esta mi mano o la tuya? Me pica tu pié.
Dio un sorbo a su café, cerrando los ojos como para sentirlo más y en ese momento el metió la mano en el bolsillo. “¡Sorpresa!”, dijo, aunque se notaba que era un truco muchas veces repetido, que ya no era el preludio de nada inesperado. Pero a mí me ayudó a entender que las palabras nacen cada vez que se dicen. El caso es que sacó una chocolatina que había comprado y escondido en su abrigo, y que los ojos de la mujer brillaron con esa alegría desinteresada que rezuman las pequeñas cosas. Cuando se puso a comer su chocolate se le borraron los años con la ilusión.
Yo seguía mirándolos, pero no tenía que fingir, porque a esas alturas ya me habían dado permiso y hasta disfrutaban con mi interés.
No faltaba mucho para llegar. Bajé la ventanilla y saqué la cabeza. Muy a lo lejos, como en otro planeta, se veían las luces de la gran ciudad.
Unos días antes había llegado en avión, también por la noche, y lo primero que vi desde las alturas eran esas luces, las mismas, supongo, pero ahora parecían otras. Fue entonces cuando descubrí que Madrid es distinto según se llegue desde el cielo o el suelo. Dos ciudades completamente diferentes aunque estén en el mismo lugar y tengan el mismo nombre. Un misterio de imposible alcance para el humilde observador.
La madre de la niña que antes pintaba corazones protestó porque hacía frío. Así que me senté y volví a mis viejos. La niña me miró con complicidad, ella también hubiera querido asomarse por la ventana, ver la estación antes de que la estación la viera a ella.
Mucho antes de lo que esperaba el tren se paró y comprendí que habíamos llegado. Afuera estaban la prisa y el bullicio, Chamartín es una estación con pretensiones de aeropuerto.
Me hubiera gustado tomar prestado uno de esos parientes que esperaban en el andén. Padre, hermana, cuñado o marido que habían venido a buscar a sus viajeros. Me hubiera gustado sobre todo tener alguna esperanza de encontrarte entre la multitud, pero sabía que no era posible. Recordé entonces, a veces se me olvida, que soy una viajera solitaria. Mis trenes y yo, y los bultos que cargo. No está mal, viajo conmigo y a través de mí.
El anciano alcanzó las maletas, poniéndolas en el suelo con movimientos de cámara lenta. Vi cómo le daba la mano a ella al bajar del tren, cómo la mujer se paraba un momento antes de seguir y le colocaba el cuello de la camisa. Cada uno tenía mucho cuidado con el otro, como si temiera que se le fuera a romper entre las manos. Me conmovió una vez más la ternura de sus gestos. Algún día lejano se quisieron por primera vez, con un amor que les caló hasta los huesos y soportó el baqueteo del tiempo, que tantas cosas corroe.
Empezaron a caminar por el andén. Ella agarrada a su brazo, con el hombro perfectamente encajado bajo el de él. Cuerpos complementarios que a los lejos parecían uno. Los seguí con la mirada hasta que se disolvieron en la multitud nerviosa de la estación. Su imagen me llenó de paz, y por un instante me pareció que estaba dentro y fuera de la escena, que aquella pareja alejándose éramos tú y yo muchos años después. Sí, cuando se hicieron borrosos casi estuve segura de reconocerte y la forma de andar de ella me pareció la mía, la que veo reflejada en los escaparates de las tiendas cuando miro de reojo al pasar. Me gustó mucho la sensación, sé que aquella pareja era real, pero sé que también, y a la vez, algún hada, algún ángel o uno e esos demonios sin los que no sé vivir, me estaba dejando ver una escena del futuro.
No había tomado nada en ese viaje, pero con toda nitidez en mi boca tenía el sabor de un chocolate que me comeré dentro de cuarenta años. Tan dulce como el azúcar que nunca pongo en mi café.